LAUREANO
Aquella parecía una mañana
distinta, aunque nada en el ambiente podía demostrarlo. La noche,
tampoco fue normal, sueños extraños de figuras desconocidas
recorrieron los laberintos de mi mente entumecida sin dejarme
descansar. La radio del despertador sonó por tercera vez con una
música de salsa inoportuna y yo que estaba rendida de tanto soñar,
de tanto sudar, de tanto pensar...lo apagué una vez más, y seguí
en la cama adormilada.
Una hora más tarde, la chica que me
ayuda con las labores de la casa, llamaba a la puerta con
insistencia. Me levanté de un salto con el corazón encogido, no sé
por qué, y casi pierdo el equilibrio.
La cabeza me estallaba. Me hice un
café negro bien fuerte y fui, aparentemente, recuperando las
fuerzas.
Salí a trabajar como de costumbre.
Estoy de vacaciones en mi trabajo pero para poder llegar a fin de
mes, colaboro en mis días libres con una compañía de seguros,
vendiendo sus productos a cándidas almas temerosas de una futura
jubilación inapropiada por el Estado, que les ayude a sufragar una
vejez digna.
El día había amanecido tan cargado
como mi cabeza. El calor era aplastante aunque de vez en cuando una
pequeña brisa de levante reconfortaba.
Antes de llegar a la oficina me paré
en la tienda de una asegurada de la compañía, intentando hacer
algún contacto. La visita no fue muy interesante y yo tampoco estuve
muy efusiva que digamos.
“Con el tiempo, las amargas
experiencias vividas las vas guardando en el desván oculto del
corazón y le echas el cerrojo. Esa llave, que será tu cruz, te
acompañará siempre sin conseguir perderla. Un día como el de hoy,
quizás por un gran motivo, o por un pequeño incidente o por nada
aparentemente especial, esa puerta que creías bien cerrada, se abre
sola, así sin más, y los fantasmas se escapan para acompañarte
hasta que con mucho empeño mental, consigues devolverlos de nuevo a
esa guarida donde todo vale y vuelves a cerrarla, y con un gesto
torpe de cabeza, suspiras y te recompones. La llave entonces vuelve a
quemarte entre las manos y se pega a ellas como un imán para que no
las pierdas, y comenzamos de nuevo. No quieres pensar, no quieres
recordar y las imágenes se van agolpando en tu mente sin poder
evitarlo derrotándote por el camino.
Para colmo, en la tele o en la
radio, ese mismo día, escuchas historias parecidas, o incluso esas
vecinas a las que nunca echas cuenta, te hablan y te hablan de
historias similares.
- Todo pasa, tranquila - se dice
una, cansada ya de tantas vueltas a las mismas historias.
Esconder las sombras del pasado
bajo llave ha costado demasiado y un trocito de tu vida, en ese
momento, se ha perdido en la batalla.”
Llegué por fin a la oficina e
intenté animarme hablando por teléfono con algún que otro cliente,
pero está claro que en estos días grises las operaciones se te
escapan sin poder evitarlo e incluso una misma provoca que eso
ocurra. Claro está, al otro, cuando recapacitas y te das cuentas de
las torpezas cometidas intentas remediarlo y al final doble trabajo.
Suelo terminar mi jornada sobre las
dos de la tarde y hoy decidí terminar antes. Hacía tiempo que no
paseaba por el centro, por su calle larga siempre concurrida de
gentes con caras relajadas y curiosas.
Empecé a caminar lentamente, el
calor era aplastante y las piernas me pesaban.
Hace bastante tiempo que no visito
las tiendas, ni me compro ropa,- la verdad que mi economía no da
para ello - , por eso prefiero evitar la tentación, pero hoy
necesitaba relajarme así que entré a ver que encontraba. No
descubrí nada interesante o quizás es que yo no estaba en
disposición de gastar el poco dinero que llevaba encima.
Así iba llegando al final de la
calle sumida en mis pensamientos mirando los escaparates.
Me sentía cansada de tantos
pensamientos caóticos en mi cabeza. Sólo quería dejar de ser yo,
por algunos instantes, para descansar un poco de mi misma...- ¿cómo
podría conseguir darme unas vacaciones para poderme echar de
menos…jajaja?- iba pensando por el camino.
De pronto, sentí una voz cerca que
me hablaba muy bajito. Me di media vuelta, sobresaltada y lo vi.
Me ofrecía, con una mirada
vidriosa, con unos ojos acuosos, con una delgadez patética y con una
extraña belleza ya olvidada en los surcos de su cara, un bolígrafo
para una recogida de firmas.
Observé que había una pequeña
mesa en un lateral de la calle con revistas y varios jóvenes
solicitando lo mismo. En medio de mi desvarío de pensamientos, esos
ojos me atrajeron,- reclamaban ternura, imploraban una mano amiga –
o al menos eso me pareció ver tras el gris de sus pupilas.
Seguí sus pasos casi sin darme
cuenta mientras me susurraba cosas que no lograba entender.
Me ví, sin más, con el bolígrafo
en la mano, escribiendo mi nombre mientras lo miraba fijamente.
- Por favor, no me mires a mi, mira el papel que estás firmando – me dijo con una leve sonrisa amarga en la comisura de los labios.
Sonreí.
Eché
un vistazo a las revistas y los libros. Eran ex_toxicómanos y
enfermos de sida los que estaban en aquella mesa. Pedían firmas para
recibir de la administración una ayuda económica y conseguir con
ello poder rehabilitar a jóvenes con el mismo problema.
Él
me fue explicando como se levantan muy temprano cada mañana para
recorrer los pueblos, como transcurren sus horas hablando con los
transeúntes y conseguir, después, unas pocas firmas.
Le
pregunté su nombre, Laureano, me contestó y sin yo preguntarle nada
más, me dijo:
- Estoy enfermo de sida, soy ex-toxicómano y llevo 6 años rehabilitado.
Me
explicó que se estaba medicando y aún así había veces que no
podía trabajar en las mesas porque se encontraba mal, e incluso que
algunas noches, al acostarse, tenía fiebre de tanto esfuerzo
realizado durante el día.
Su
cabello castaño, fino como la seda, brillaba bajo el insoportable
sol del mediodía. Su delgadez era enfermiza, algo normal en su caso,
su ojos tristes y los rasgos de su cara expresaban una belleza ajada
por las circunstancias de la vida.
Laureano
era un joven amable, delicado en su manera de hablar. Me contó que
estaba cansado de la vida pero que luchaba día a día por seguir
adelante. Que tenía dos hijos y que quería que por lo menos ellos
pudieran mirarlo a los ojos sin sentir vergüenza. Él reconocía,
bajando la mirada, que había provocado mucho daño.
-
¿Qué mal nos portamos con las personas que amamos cuando caemos en
el mundo de las drogas? ¿Y qué de cosas bonitas nos perdemos por
culpa de ella? – me susurraba casi sin fuerza en sus palabras.
Asentí
con la cabeza y el me miró con pena y arrepentimiento en su gesto y
yo me sentí mal por él.
Sonreí
y le pregunté por la amistad que existía en el grupo cuando se
están curando y con una dureza extraña en su rostro, me contestó
que sí con un leve arqueo de ceja, me contó con amargura en la voz,
que tenía amigos entre ellos, muchos, pero que los verdaderos, los
que conocía desde niño, habían muerto todos. Solo quedaba él.
Puedes
decir que eres un hombre con suerte – le dije – y su cara,
entonces, se iluminó con un poco de alegría.
Sabes
– me comentó – dentro de dos días es mi cumpleaños, cumplo 31
años y su boca quedó entreabierta, lo demás, se quedó en puntos
suspensivos...
Me
preguntó mi nombre y se lo dije. Al despedirme le tendí mi mano
para estrechar la suya. Hubo un instante en el que no reaccionó,
creí que no me iba a ofrecer la suya, aunque al final lo hizo.
Nuestras
manos se apretaron con firmeza. Para él no sé si tuvo algún
significado o si le dio importancia a este gesto, pero con ello quise
mostrarle mi solidaridad y mi aprecio a tantas personas que han caído
en la droga, que han hecho sufrir a tanta gente porque sus propias
vidas ya eran un continuo sufrimiento.
“
Quise en ese momento
solidarizarme con todas los Laureanos que, aún estando enfermos,
arañan cada día un poquito de vida, a la vida, y que no pueden
permitirse el lujo de rendirse porque se encuentran abandonados ante
una enfermedad, que aunque mortalmente dolorosa en algunos casos, no
lo sería tanto si la sociedad en la que vivimos no les impusiera el
castigo de la soledad.
Ellos
más que nadie necesitan de nuestro cariño, de una mano amiga, de
una sonrisa, de una mirada sincera, y casi siempre sólo encuentran
miedo y rechazo.
Todos
cometemos fallos, ellos quizás incurrieron en el más grave,
perjudicarse a si mismo sin ver las consecuencias, pero no se les
debe condenar a la cadena perpetua de la soledad, porque el castigo
ya lo están pagando.”
Todo
esto quería expresarle, decirle, animarle, aunque sólo fuera a
través de un apretón de manos.
Me
alejé lentamente. No me sentía bien. Un nudo en la garganta me
impedía tragar y un zum-zum en mi cabeza me mareaba.
Frené
mis pasos ante un escaparate de ropa y me sentí ridícula. Bajé la
cabeza y corrí hacia el coche.
Al
salir del aparcamiento, paré ante un semáforo y me percaté que en
frente había una floristería que estaban cerrando. Sin pensarlo dos
veces, estacioné el coche, dejándolo en doble fila.
Entré
y pedí una flor y me di cuenta que cuando fui a pagar, los últimos
euros que llevaba en el bolso se los había dado al del estanco esa
mañana, entonces no sé que hablé ni como convencí al dueño pero
me dio un clavel y quedé en pagárselo al otro día.
Me
despedí del floristero y recorrí el largo de la calle buscando la
pequeña mesa, mientras pensaba que ya se habían ido.
Necesitaba
encontrarlo de nuevo y saldar una pequeña deuda conmigo misma -
¿egoísmo? ¿vergüenza? ¿remordimiento? -.
Llegué
casi sin aliento. Laureano hablaba con un joven lo mismo que hacía
un rato me hablaba a mi.
-
¿Qué fortaleza? – pensé mientras lo esperaba - no sé si yo en
su lugar tendría fuerzas para seguir luchando -.
Un
compañero se me acercó y le dije que quería hablar con Laureano.
Cuando
terminó, miró al frente, me vio y su expresión no cambió para
nada. Me saludó de nuevo con un simple ¡hola! Y yo, en ese
instante, sin más preámbulo, le ofrecí la flor.
- Feliz cumpleaños, me gustaría poder hacerte la vida un poco más agradable el día de hoy. Tómala de mi parte – le dije con voz insegura.
Tendió
su mano, cogió la flor y me dio las gracias mientras la olía.
Oí
repitir mi nombre varias veces pero yo ya me había ido.
No
quise mirar atrás, un nudo en el estómago me producía una extraña
sensación de vacío.
Me
monté en el coche, que por suerte no se lo había llevado la grúa,
busqué en el equipo mi música favorita, encendí un cigarrillo e
inhalé su humo con calma.
Pensé
en todo los protagonistas de historias similares que por una u otra
razón se cruzaron en mi camino y no pude hacer nada por ellos, por
miedo, por incredulidad o simplemente por falta de tiempo y deseé
que algún día los milagros existiesen y que la pócima del antídoto
llegara a sus manos, aunque comprendí que el remedio lo tenemos
todos nosotros: los que vivimos de espalda a la cruda realidad, los
que miramos hacia otro lado cuando alguien nos suplica su ayuda, los
que vivimos mirándonos constantemente el ombligo..
.
El
sol seguía calentando el asfalto con rabia, las gentes continuaban
sus caminos indolentes ante tanta miseria humana, y por una vez,
después de mucho tiempo, me sentí, durante un rato, en paz conmigo
misma.
Esta
historia va en recuerdo de todos los Laureanos de este mundo, de los
que se fueron y de los que quedan, para que nuca podamos olvidarnos
de ellos.
1 comentario:
Que impotencia se siente...Verdad Nuria???...Felicidades por este post..Te mando un fuerte abrazo, feliz fin de semana
Publicar un comentario