" Quiero tanto a mi plazoleta San Isidro
que no me atrevía a escribir sobre ella, pero hace unos días recibí
un artículo sobre mi barriada desde la asociación La Trocha,
haciendo referencia no tanto a su valor histórico, me refiero a su
iglesia, si no a su valor sentimental.
Y yo, como escritora, nacida y criada
ahí, no podía dejar de pasar más tiempo sin dedicarle mi
particular homenaje.
Cambiando de tema que después
retomaré, hago una reflexión, ¿estamos malcriando a nuestros
hijos, estamos maleducando a una juventud que será nuestro futuro y
los que nos tienen que cuidar, supuestamente, cuando seamos tan
mayores que no podamos ni movernos?¿y de ellos depende mi
jubilación?¡Dios, qué miedo me da!
Y hago esta reflexión porque a nadie
se nos habrá escapado la noticia que desde hace unos días es tema
de conversación, la del padre que castiga a su hija de 16 años por
consumir lo que no se debe , la niña que lo denuncia, el padre que
va a la cárcel y la susodicha que la alojan en un hotelito de la
Junta de Andalucía, los progres de la educación, donde puede
escaparse cuando le venga en gana sin mayores consecuencias, para que
al final, como no saben qué hacer, se la devuelven a sus padres y ya
no les importa que sea un castigador nato, según sentencia.
Es cierto que en esa situación, ni los
padres han sabido transmitir a su hija unos buenos valores morales y
sociales, por lo que sea, ni la Junta, mesías de la juventud, sabe
lo que se hace, total, unos por otros y la juventud sin componer.
Ahora cuando todas las facetas de la
vida están legislada, donde todo tiene una norma y reglamento, el
fumar, el conducir, el comer, el beber, el educar, etc, se ha
perdido, a mi modo de ver, lo fundamental del ser humano, el respeto
a sí mismo y hacia los demás. Tanta norma mesiánica, tanta , que
al final, a veces, produce consecuencias desastrozas que solo veremos
con el devenir de los tiempos.
No puedo decir a mis cuarenta y tantos,
dos hijos maravillosos y un nieto empezando a caminar por la senda de
esta sociedad que hemos creado, que cualquier tiempo pasado fue
mejor, porque sería quitarle importancia a ese futuro incierto que
estamos construyendo para nuestros jóvenes, pero me asalta de nuevo
la duda de en qué estamos fallando y como podemos solucionarlo y
llego a una conclusión después de ver estas noticias, a la
juventud se le ha inculcado el respeto a las normas, que como jóvenes
y rebeldes se la saltan cuando quieren, pero no se le ha inculcado
el respeto a las personas, y ahí tenemos todos parte de culpa, la
gobiernos y las familias.
Y llego a esta conclusión cuando echo
la vista atrás y recuerdo mi infancia. Como dije al principio
nací y crecí en el barrio San Isidro,
en plena transición. Un barrio donde convivían en plena armonía
con los vecinos, sin echar mano del orgullo gay, una pareja de
homosexuales como un matrimonio más; sin tener que echar mano a la
igualdad de la mujer, cómo las más beatas vecinas convivían
diariamente con amantes de hombres casados, con su consiguiente prole
y mujeres de vida alegre; sin tener que echar mano de centros de
drogodependencia, cómo se acogía al que estaba fuera de la ley,
siempre y cuando respetara las normas de convivencia y con cariño y
amor infinito reconducían esas vidas; y sin tener que echar mano a
la ley de protección a los discapacitados, cómo cualquier
minusvalía no era objeto de desigualdad. Recuerdo que nos encantaba
jugar con nuestro amigo el enano, y perdón por la expresión a quién
le moleste, pero Manolo, el bombero torero, estaba orgulloso de serlo
porque la gente lo respetaba y los niños disfrutábamos jugando con
él. Ni él ni nosotros lo sentíamos como diferente.
Y los niños, que antes jugábamos en
la calle sin miedo a que nos raptara un pedófilo, porque para pedir
un rescate estaba descartado, jugábamos entre los mayores, mezclados
con el humo de sus cigarros, escuchando historias repletas de
palabras que casi no conocíamos su significado.
En mi barrio, San Isidro, no había
distinciones ni diferencias. Me crié en un barrio donde cabía todo
aquel que respetara a sus vecinos, sin huelgas, manifestaciones ni
leyes impuestas. Era una norma no escrita, asumida en el silencio de
la noche.
Parte de lo que soy ahora se lo debo a
lo que aprendí allí sin que me enseñaran, a lo que ví sin que me
lo mostraran, a lo que oí sin que me lo contaran.
He dejado para lo último el tema
político porque quiero hacer un pequeño homenaje a mi abuelo, el
padre de mi padre, republicano de raza, que crió a sus cuatro hijos,
a cada cual mejor, vendiendo churros, que jamás inculcó en ellos
ningún tipo de idea política y sí del trabajo, el respeto y de la
filosofía del esfuerzo. Y que cuando tuvo que defender la iglesia de
San Isidro para que, los de su misma ideología, no la quemaran, se
enfrantó a todos, porque era la iglesia de su vecinos y con eso le
bastaba. La política la llevaba en el corazón, como quien lleva la
fe en la religión, pero por encima de todo, creía en las persona y
eso sin quererlo, nos lo inculcó.
Me siento muy orgullosa de haber nacido
en mi Plazoleta, de haberme criado entre sus calles y sus gentes a
las que admiro, de haber pasado los mejores años de mi juventud
entre sus bares, sus flores, su olor a incieso mezclado con el del
tabaco, y con mi Cristo de Medinaceli, al que esta fiel penitente,
recurre a él como a un amigo más de mi barrio, cuando los de
verdad, están tan ocupados que no tienen tiempo de escucharme."
2 comentarios:
Sí, la verdad es que corren tiempos muy extraños. Ni siquiera los políticos saben lo que es mejor para los ciudadanos. Raro es también el edificio que se libra del "arte" de los graffiteros. Cada vez los temo más Saludos ;)
Es un defecto de eso que llaman progreso. Yo soy de una ciudad muy pequeña, casi ni estaba dividida en barrios, pero puede aplicarse tu entrada a la ciudad en su totalidad.
Un beso enorme.
HD
PS: ¿Por qué dices que no puedes llevarte los textos al face? Me sorprendió eso.
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