...Un día le regalé un bolígrafo de Betty Boop, ella me dio un beso en la mejilla y con su media sonrisa, me escribió con una bella caligrafía de letras claras como su mirada:
- “Hace tiempo que no busco una mirada amable. La encontré en tus ojos el día que te conocí. Gracias.” –
Se fue, como siempre, sin saber adonde y me dejó allí con una lágrima recorriéndome la mejilla. Pensé en su dolor, en su sufrimiento y el no poder llegar a entender qué tristeza era aquella que le quemaba el alma y que no quería expulsarla y compartirla conmigo.
Al día siguiente, volví a buscarla entre la gente con la decisión de saber por fin qué era lo que la estaba matando por dentro. Allí estaba, sentada en el mismo banco de siempre, buscándome con su mirada.

Mientras comíamos, le preguntaba y le preguntaba y ella sólo huía de mi bajando su cabeza, apoyándola entre sus manos. Pensé que no iba a conseguir nada con aquella actitud y decidí irme, pero antes en un acto instintivo saqué mi cartera para dejarle algún dinero por si lo necesitaba y el destino quiso que se me deslizara sobre la mesa la foto de mi hijo.
En ese miso instante, no supe qué se le pasó por la mente. Cogió la foto con los ojos sobresaltados, la besó y por primera vez la ví llorar.
Llorar para dentro, llorar sin lamento, llorar sin lágrimas.
Sentí tanto dolor al verla en ese estado que la abracé para confortarla pero me rechazó.
Se levantó apresuradamente, me miró con las pupilas rojas y con la foto aún en sus manos, escuché su voz temblorosa:
- ¡perdóname! – y se fue corriendo entre el gentío dejando una estela de ella en el comedor.
Cuando reaccioné, me percaté que sobre el asiento se había quedado la carpeta donde guardaba sus escritos y la curiosidad me pudo.
Tengo que decir que voy a transcribir palabra por palabra lo que encontré en algunos de aquellos papeles porque es la única forma de que ustedes y yo, logremos entenderla.
Después de leer aquello, me desgarré por dentro el corazón por no haber sido capaz de ayudarla a salir de su equivocación.
Quiero que leáis con calma y comprensión las letras de una mujer llena de amor y de odio hacia sí misma y que el destino o lo que fuere, la arrastró al abismo que ella conscientemente, buscó:
“Llevaba el coche casi al límite de velocidad. El acelerador pisado con fuerza, con el mismo desgarro pisaba el freno, la música de Bob Marley me recordaba viejos tiempos, no muy lejanos, y un “may” entre mis labios, me embriagaba con su aroma.
Cerca del puerto fui aminorando la marcha, aunque no la rabia y busqué en aquel vetusto malecón, - donde el mar con su furia convierte las olas en amargas espumas de sal-, un lugar donde descansar mi angustiada alma.
Estacioné mi viejo coche – de color pajizo casi imperceptible en aquella inmensa oscuridad sólo rasgada por los focos de la luz de la bahía – de cualquier forma y bajé de él.
El aire, frío como el hielo, cortaba la noche. El viento, como en un susurro, murmuraba a mi alrededor. La Luna no quería ni mirarme y me la imaginé enfadada conmigo.
Me senté sobre el impávido cemento muy cerca del mar, respiré hondo, di la última calada y me dejé llevar por su somnolencia.
Mis pensamientos empezaban a divagar evitando el doloroso recuerdo cuando a lo lejos, en el otro extremo del malecón, creí percibir el enfermizo grito de un niño.
No miré, el ruido del mar me confundía.
De nuevo volví a escuchar algo, esta vez fue una inocente sonrisa.
Me sobresalté al ver el cuerpo delgado y quebradizo de un niño que jugaba sin miedo a pie de dique.
- - ¡¿Qué haces niño!? – le grité aún creyendo que era producto de mi fantasía.
El niño me miró y se rió de nuevo. Saltaba con piecitos pequeños de un lado a otro. Las olas chocaban con ímpetu y su cabecita esta estaba húmeda por el agua.
- - ¡Se va a matar! – pensé angustiada.
Me levanté y asombrada lo observé claramente, su piel era sonrosada y apenas tendría 4 años.
Durante unos instantes no reaccioné, esperé a que se fuera por sí sólo –ingenua de mi – pero inmune al riesgo, seguía allí jugando.
Busqué en las inmediaciones pero la noche era solitaria y ni las gaviotas del puerto volaban para acompañarme.
El niño, de repente, saltó y cayó tan cera de las olas, que creí ver entre la espuma brazos de hielo que intentaban llevárselo.
Corrí, como si fuera la última vez en mi vida. El viento arreciaba en mi rostro con indiferencia, las piernas me temblaban agónicas y un sudor frío me humedecía la espalda.
Una ola estalló muy cerca, tanto, que nuestros cuerpos quedaron empapados de mar y tristeza.
Llegué a su lado casi sin aliento, él no se movía. Y lo miré. Tenía carita de ángel y sonreía. Estaba mojado, herido y…sonreía.
Lo recogí entre mis brazos. Su cuerpecito, que apenas pesaba, era tan liviano que parecía se me iba a escapar entre mis manos.
Lentamente e intentando ofrecerle el poco calor que me quedaba, nos alejamos del malecón.
Me senté con él en el suelo, recostada en el coche, resguardándolo de Erinias y Euménides que se fueron buceando mar adentro porque yo no los dejé llevarse a “mi niño”.
El viento dejó de soplar como si se hubiera quedado sin fuerzas, las olas dejaron de gruñir para sucumbir en un mar tibio y sereno, la Luna apareció con sus estrellas como si fueran a una fiesta de gala y la música de la radio del coche sonaba quedamente como si nos llegara de un mundo lejano........(seguirá)
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